#7 - Límites
- Prop
- 17 nov
- 3 Min. de lectura

Solía decirme que haría las cosas de otra manera. Que no seguiría el mismo ritmo de trabajo excesivo con el que crecí. Entonces me di cuenta de que estaba mirando el teléfono mientras mis hijos me hablaban. Esperaban a que volviera a prestarles atención. Esa pausa decía más que cualquier canción de Harry Chapin.
Algunos crecemos creyendo que ser útiles nos hace indispensables. Colaboramos, nos esforzamos, nos quedamos hasta tarde. Funciona por un tiempo. La gente confía en nosotros. Pero un día nos damos cuenta de que nos hemos convertido en personas que nunca paran. Sobrepasamos nuestros propios límites sin darnos cuenta. Los límites se difuminan y lo llamamos orgullo, deber o simplemente seguir el ritmo.
El trabajo tiene su propia fuerza. Un mensaje ilumina el teléfono y nuestra atención se centra en él antes incluso de pensarlo. Nos decimos que solo durará un segundo, pero el minuto se alarga. La persona que tenemos enfrente espera, y la espera tiene su propio peso. Mi padre traía el trabajo a casa en su maletín. Yo lo traía en un rectángulo de cristal que nunca descansaba. Un teléfono inteligente.
Esa tendencia se manifiesta también en otros ámbitos. Naturalmente, queremos ser la persona fiable, la que siempre cumple. Decimos que sí porque podemos, y a veces porque nos preocupa lo que un no pueda decir de nosotros. El miedo se esconde tras ese hábito: miedo a fallar, miedo a ser reemplazados por la IA, miedo a que, si bajamos el ritmo aunque sea un instante, todo siga adelante sin nosotros.
Pero los límites no son muros. Son espacio para respirar. Mis hijos no necesitaban que renunciara a mi trabajo. Necesitaban que dejara el teléfono el tiempo suficiente para demostrarles que estaba presente. Suena sencillo. No lo es. La tensión entre proveer y estar presente puede desestabilizarnos si lo permitimos. Creemos que lo hacemos por ellos, pero las personas que amamos quieren la versión de nosotros que siempre mira hacia arriba, no la que está medio ausente.
La economía no ayuda. Los costos suben, los empleos se tambalean y la presión por demostrar nuestra valía se instala en nuestros huesos. Empezamos a creer que la única seguridad es huir de la duda. Que si nos mantenemos visibles, útiles y decimos que sí con la suficiente rapidez, conservaremos nuestro puesto. Yo he vivido esa historia. Muchos la han vivido. Pero es una historia que devora la vida misma que creemos estar asegurando.
La verdad permanece aún más silenciosa. Podemos preocuparnos por nuestro trabajo y, al mismo tiempo, proteger las partes de nosotros mismos que necesitan atención. Poner límites no es egoísta. Es una forma de demostrar a las personas en nuestra vida que nos importan lo suficiente como para dedicarles toda nuestra atención, no solo en los ratos libres entre notificaciones.
Y no se trata solo de la familia. Los amigos notan cuando estamos distraídos. Los compañeros de trabajo notan cuando estamos sobrecargados. Nuestro propio cuerpo lo nota primero. El estrés suele sorprendernos antes que nosotros. A veces, la más mínima pausa (cerrar el portátil, dejar que suene una llamada, terminar la frase que tienes delante antes de mirar el timbre) puede cambiar el ambiente por completo.
No necesitamos reconstruir nuestras vidas para que sean habitables. Empiecemos poco a poco. Protejamos una hora. Protejamos la cena familiar. Protejamos el momento en que alguien nos habla y confía en que estamos ahí para escuchar. La presencia se construye con pequeños gestos. Límite a límite. Día a día. Y las personas que se preocupan por nosotros notarán la diferencia mucho antes que nosotros mismos.
Y cuando el teléfono vuelve a sonar, como siempre sucede, siempre podemos elegir dónde centramos nuestra atención. Esa elección, más que cualquier carga de trabajo, cargo o reputación, es lo que da estabilidad a una vida.
Si esto le resulta familiar, sepa que no está solo. En Australia, puede comunicarse con Lifeline las 24 horas, todos los días de la semana, llamando al 13 11 14.
.png)



Comentarios