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#6 - La forma de la bondad

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  • hace 2 días
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Vivía en un pequeño apartamento sobre el acantilado. Una tetera en la estufa. Una ventana que daba al borde donde la roca se encuentra con el agua. Cuando alguien se acercaba demasiado, cruzaba la calle. Ofrecía té y tiempo. Gestos sencillos. De esos que dan paz en un día incierto. Ya no está, pero su legado perdurará por generaciones.


Momentos como ese te hacen detenerte un instante. Te das cuenta de cómo una habitación puede parecer animada incluso cuando nadie habla. Suena el teléfono de alguien y el momento se desvanece. Un hombro en alto. Supongo que puedes percibir, antes de que se pronuncie una palabra, cuando alguien ha perdido el equilibrio. La piel palidece alrededor de la boca. Las manos no se calman. Lo notas en la forma en que una persona se mantiene en pie, como si estuviera fuera de sí. Es curioso cómo las señales más sutiles transmiten el mensaje más profundo. Simplemente lo ves.


Observar tiene su propio poder. Te encuentras acercando un poco más la silla. Sin planes. Sin palabras. El vapor se eleva de la taza y el aire se calma. La presencia pesa más que cualquier solución. Mantienes la calma en la habitación mientras la ira o el miedo, a veces nada en absoluto, la atraviesan y se van. Conoces esa sensación cuando el ruido en tu cabeza finalmente se apaga y puedes oír tu propia respiración. A veces eso es todo lo que alguien necesita. Permanecer quieto mientras la marea interior cambia. Te quedas en silencio un poco más de lo que es cómodo. Y luego aún más. Así que esperas. La silla hace parte del trabajo. La tetera hace el resto.


En algún lugar de nuestro interior aún arde la vieja tradición. Antes de que existiera el dinero, la gente valoraba el calor y la conexión. Alguien sostenía el fuego entre las manos. Otro echaba un leño y observaba la llama. Mi padre solía hacerlo a su manera. Se sentaba con sus amigos hasta que se relajaban. Sin dramas. Sin un nombre para eso. Decía: «Un momento», y esperaba a que ese momento hiciera su efecto. Guardo esas imágenes en mi memoria sin proponérmelo. Todos lo hacemos. Una madre que siempre dejaba un asiento libre. Un jefe que se quedaba hasta que el último compañero se acomodaba. Así es como se transmite el cariño. De mano en mano. De habitación en habitación. Año tras año.


Quizás ese era el conocimiento que el hombre del piso poseía. Simplemente apareció y todo lo demás fluyó. Una taza servida mientras la tetera hablaba por sí sola. Se aprende de personas así sin que tengan la intención de enseñar. No hay lecciones escritas en ninguna parte. Se encuentran en cómo se paran en una puerta, cómo te dejan espacio para recuperar el equilibrio. Y una vez que lo has visto, empiezas a verlo en todas partes. En pequeños favores hechos sin aspavientos. En la forma en que el tiempo se dilata cuando alguien te da espacio para respirar.


Como el amor, la bondad nunca se agota. Su único límite es el número de horas del día. Veinticuatro horas, y mañana lo intentamos de nuevo. Lo que protegemos se convierte en lo que somos. Si protegemos el calor del fuego, siempre habrá suficiente para todos. Cuando dejamos de intentar conectar, el ambiente se enfría. Ya lo sabes. La mayoría lo sabemos. Simplemente lo olvidamos porque el mundo habla mucho y con frecuencia.


Quizás todo empieza con una persona. Un rostro que ves pasar. Un silencio gélido que notas. Mantienes el agua caliente. Haces una pregunta sutil y la dejas caer sin condiciones. La respuesta puede ser una historia. Puede ser un encogimiento de hombros. Puede ser una caricia. De cualquier forma, el ambiente se suaviza. Por ahora, eso basta. El hombre del piso lo entendería. La ventana entreabierta. La luz del mar en la pared. El agua del hervidor vuelve a la calma.


Si esto le resulta familiar, no está solo. En Australia, puede comunicarse con Lifeline las 24 horas, todos los días, al 13 11 14.

 
 
 

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